Hace ciento
setenta años que estoy naufragando. Cundo cumplí 18, me metieron en una lanchita,
me soltaron las amarras, y nunca más vi tierra firme. No conozco el motivo del abandono, y mucho
menos por qué me quedé ahí, callado y sumiso, viendo cómo la playa se iba
nadando. Quizás haya pensado que era para bien, que no me esperaba la mar
inacabable.
Hoy hay
nubarrones gordos, como casi todos los días. La verdad, preferiría un sol que
quema la piel, pero ese un deleite muy esporádico; es que por algún designio
misterioso de las corrientes, siempre es invierno. La lanchita es chica, pero me
siento seguro adentro, hasta en los temporales más bravos. Jamás salí de ella.
No sé hace cuánto
morí, ni cómo fue. Supongo que fue muy poco tiempo después de la partida. Solo
por dos indicios puedo darme por muerto. El primero, es que ya no como ni
duermo; el segundo, que superé con creces cualquier esperanza de vida conocida.
En todo caso, para mi alma no hay diferencia.
Recuerdo, antes
de esto, que la idea de la eternidad estaba bien instalada en mi sentir y el de
mis conocidos como el mayor de los horrores. Ahora me veo obligado a rectificar,
al menos para el caso de esta eternidad sin sobresaltos. Después de un tiempo,
uno se acostumbra a todo: el hambre violento, el frío, el miedo, el sueño (los
muertos no dormimos). Mi último puerto es la soledad, pero sé también me voy a
acostumbrar.
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